Como viene afirmándose con absoluta generalidad, el principio de transparencia administrativa se constituye en piedra angular en la interpretación y protección de las garantías fundamentales de los ciudadanos. En este sentido, como afirman Arena y Jiniesta Lobo, las administraciones deben ser y aparecer como verdaderas “casas de cristal” en cuyo interior pueda penetrar fácilmente el ojo avizor y escrutador de los administrados y de las organizaciones colectivas fundadas por éstos para que puedan entender y fiscalizar su organización y funciones. Deben dejar de ser fortalezas inexpugnables, mudas y herméticas y transformarse en organizaciones que abran canales fluidos de comunicación e información con los administrados. Pero la transparencia no sólo es parámetro de actuación de las administraciones sino una premisa básica de la participación ciudadana, de la que, al mismo tiempo, constituye presupuesto indispensable el efectivo ejercicio del derecho de información. Y es que sin información no es posible la participación y, sin ambos, la transparencia es una falacia. En consecuencia, puede afirmarse que el principio de transparencia es corolario inmediato del Estado democrático y correlato necesario del Estado de derecho: lo primero por cuanto supone una mejor y mayor participación ciudadana en la toma de decisiones de los poderes públicos y lo segundo, en tanto que permite la puesta en práctica de todo control y rendición de cuentas de su actividad.
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